Contigo me pasó lo que nos pasa a las mujeres cuando compramos un vestido carísimo que no nos queda y no nos sienta bien. Uno de esos que te va demasiado grande o demasiado pequeño pero que, como ya lo compraste y, por añadidura ¡lo debes! Tienes que encontrar a fuerza la manera de que te venga bien. Devolverlo, sin intentar todo antes de hacerlo, no es una opción.
Así empezamos tú y yo. Me deslumbró la tela que envuelve lo que realmente eres y lo que vi fue el vestido mas hermoso que había visto en mi vida. Estaba frente a mi aquello tan soñado desde niña. Era como si yo fuera una princesa envuelta en el mejor encaje. Así me sentí por un tiempo hasta que percibí que no podía respirar entre tanta tela que me cubría y me apretaba la cintura.
Me convertí en costurera. Creo que la primera vez que me gritaste solo le saqué un poco a la parte de atrás, al cierre del vestido – ¿De verdad amor ¿no puedes controlar tus impulsos?- La segunda vez creí que este se había encogido y le subí el dobladillo. La tercera y todas las que siguieron durante varios años ya eran parte del estampado y no había manera de que yo me viera en la vida sin tan hermosa aunque compleja prenda.
Al transcurrir el tiempo ya no podía devolver este tesoro y estaba tan desgastada de tratar de arreglarlo para que me quedara, a fuerza, que no me daba cuenta que tras “tanto arreglo” estaba tan ajustado de tanto meterle, subirle, sacarle y lavarlo que parecía más pequeño de lo que lo que distinguí cuando me lo puse por primera vez.
Cuando algo está tan justo truena y, eso es lo que nos pasó, ya no pudimos estar juntos. Cuando te fuiste me quedé metafóricamente desnuda, sin nada que me cubriera como ese vestido. Vulnerable, sin vestido y, sin un hombre.
El asunto es que yo creía que estaba incompleta y desvestida. ¿Cómo ir por la calle sin tu brazo y al desnudo? Intenté buscar en un escaparate, no era una locura endeudarme otra vez, sin embargo, cuando miré a través del cristal de la tienda me vi a mi misma ¡sola! La palabra sola me retumbaba en la cabeza, qué miedo, no había rastro de la tela, tampoco estabas tú para cobijarme y para colmo miré de reojo y lo que vislumbré fue a una “pobre víctima”: Yo.
No era fácil, yo misma me entreví en ese reflejo como una mujer sacrificada y destinada al sacrificio de vivir una vida gris, sin ti, a pesar de que yo decidí sacarte de ella. ¡Eso era lo peor de todo! No se en que arranque de fortaleza, probablemente falsa, me atreví a decir “hasta aquí”. No tomé la decisión, simplemente surgió.
Me sentía como si yo misma me hubiera puesto en esta desgraciada situación y, no por haber comprado ese vestido que no era de mi talla, sino porque lo deseché después de tanto sufrir con tal de conservarlo conmigo. En consecuencia, estaba sola “por mi culpa” y no dejaba de preguntarme si había sido una buena resolución cuando salieron de mi boca las palabras para botarlo. Si tan solo no lo hubiera despachado ¿Estaría mejor hoy?
No comprendo como puedo extrañar algo que era incómodo, me lastimaba y ceñía mi libertad para moverme. Alguien me dijo que mezclé el amor y el dolor en un mismo envase, es cierto, extraño tu presencia dolorosa. A ratos, por momentos, puedo sentir paz pero siempre que paso por una vitrina dudo y tengo el impulso de comprarme otro vestido igual pero se que mi gusto por los vestidos caros y ceñidos debe cesar.
Si ya no compro esos vestidos puede ser que sí exista una puerta que me lleve hacia la conciencia, al saber de mi misma y, si me atrevo a abrir esa entrada, se que soy capaz de encontrar una salida digna del “equipo de las víctimas” al que quedé inscrita desde que empezó nuestra historia.
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