Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el
Señor
no le apunta el delito.-Salmo 31
De pronto me encuentro en un consultorio inundado de culpa, la mía, la de mis pacientes y la que
traemos casi todos en los huesos, habitual e incómoda. En realidad no sé por qué de pronto me
pongo a escribir sin parar, por qué este tema ronda mi mente y mi cuerpo de manera recurrente;
lo escucho a diario, lo veo en todas partes y cómo explicar de manera sencilla un tema tan enredado,
tan arraigado, tan trillado, tan humano… Es un sentimiento que influye sobre la conducta, el estado
de ánimo y las decisiones de las personas de manera implacable. Se convierte en un enemigo interno.
¿Quién no lo ha experimentado?
Se cruzan cables y sueños en mi imaginación, busco un camino por donde empezar a contar el cuento
de la culpa que aparece como una epidemia universal. Nuestra nublada conciencia no la ve como
realmente “es”, porque nos hemos acostumbrado a convivir con esta pandemia, cuyos síntomas se
originan a lo largo nuestra historia personal en la que el miedo, la vergüenza, “el pecado”, y los errores
se van archivando en nuestra memoria inconsciente y retornan día a día.
Y no solo eso… es un tema cotidiano que aparece repetidamente en la historia humana, la familia, la
sociedad y en las religiones.
Se extiende en todos los territorios, no conoce las fronteras y cuando aparece es un parásito incómodo e inoportuno. De pronto nuestras emociones aparecen “silvestres” para atender a este “huésped”
¿y cómo leerlas?
Las emociones son nuestras aliadas, sin duda nos brindan su ayuda pero no siempre sucede así. En la misma medida, nos pueden lastimar, no nacemos maestros para comprenderlas.
Nuestra labor es aprender a interpretarlas con más sabiduría para vislumbrar su mensaje, adivinarlo y percibirlo porque siempre llevan implícita una señal.¿Qué nos pasa que no la vemos?
¡Si somos personas “deberíamos” saberlo! desgraciadamente no nacemos con un dispositivo cargado de instrucciones y de cordura respecto a los sentimientos.
Lamentablemente no es así, pero paradójica y favorablemente si estamos hábilmente dotados para descifrar estos mensajes, es cuestión de aprender, de desear ser responsables de lo que sentimos y de lo que hacemos con ello.
Sucede que heredamos y aprendemos un “ideal del ser” de nuestros padres y de la cultura, de aquí se deriva la percepción de la culpa como un castigo y una amenaza ya que ese ideal nunca, de verdad
nunca lo podemos alcanzar.
No podemos seguir su mandato, le “fallamos” y no lo complacemos ¿cuál es el resultado? sentimientos de culpa, inadecuación y arrepentimiento que se traducen en un deseo de ser perdonados por ese yo
inalcanzable, perfecto e irreal.
Como consecuencia sentimos dolor y lo aceptamos pues “creemos que debemos ser castigados por haber fallado” y me refiero a un castigo interno, auto-impuesto, puesto que estamos en malos términos con este modelo de nosotros mismos. Cuántos pacientes he escuchado decir: “Yo debería haber respondido de otra manera, lo hice y ahora es mi culpa y estoy pagando mi error…”
Esta culpa por haber fracasado está sentada sobre todo lo que hemos tragado sin masticar del mundo externo, es decir, se apoya sobre las exigencias de quien “creo que debo ser”.
Las reclamaciones internas no siempre vienen de un ideal personal auténtico, vienen de afuera, de lo introyectado en la infancia, que se convierte en un ideal inauténtico de nuestra personalidad puesto
que viene de un mandato exterior que yo no elegí de manera consciente.
Nuestro yo ideal puede ser muy hostil y severo. Esto depende en gran medida de la hostilidad, severidad o rigidez con la que percibimos como fuimos tratados en la infancia o que prácticamente inhalamos, como esencia; del ambiente y la cultura en la que crecimos.
Nuestra realidad vive coloreada por lo “respirado”, de ahí que pensemos que hay mandatos a seguir y que desde este mismo lugar broten muchas de las conductas sumisas, masoquistas y de sufrimiento.
Hijas de la culpabilidad.
Pareciera que somos inquisidores de nuestra propia conducta y de la de los demás , jugamos en dos bandos el de perseguidor y el de acusado. ¿Cómo salir de aquí bien librados?
De eso trata este libro, de los hilos que sostienen la culpa y ponen en riesgo nuestras relaciones personales y el concepto de lo que somos y hacemos. Cambiar la culpa por la responsabilidad personal es una elección, una iniciativa de compromiso con el lado sano de nuestra personalidad que nos permite enamorarnos de
la vida.
Es verdad que un sinnúmero de seres humanos aprendimos en nuestra infancia a relacionarnos de manera culposa y nadamos en una ansiedad constante. Sencillamente no existen las personas perfectas, pero yo estoy convencida de que como dijo Anna Freud “Las mentes creativas son conocidas por ser capaces de sobrevivir a cualquier clase de mal entrenamiento”. He aquí el camino…
Descarga mi libro: La culpa tras la ventana.
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